Habría caminado el Eje Central, de madrugada, hasta llegar a la Alameda, girar en dirección a Reforma y andar hasta mirar de frente esa casona con fuente en medio del patio, con loro entre los mazos de flores y, finalmente, desayunar como si no pasara nada. Leer el Hotel de Cortés en el hotel de Cortés. Desandar el camino hasta llegar a Ferlinghetti.
Viajar en barco por el Danubio, pasear por el cementerio, deambular en una librería, viajar en ascensor, recorrer una plaza a mediodía, leer Plaza de Dante. Acompañar a Dragan Velikic en esa construcción de itinerarios es un placer similar a otro sinónimo: degustar lentamente el café sin azúcar en el calor del trópico, como siempre sugirió Leopoldo Levet.
Leo a Swedenborg en tanto creación de Borges, que lo imaginó en algún mentidero del Sur, mientras creaba el universo y con él a Swedenborg, que lo describió tres siglos antes de que Borges lo imaginara, a su imagen y semejanza, en algún mentidero del Sur.
Leer, parafraseando a Galeano, libros en los que hay suficiente tiempo como para perder el tiempo. Leer lento. Una a una las frases, los paisajes. No encuentro otra forma de leer el Circo familiar de Danilo Kis. En estos tiempos de lectura frenética supone una muy necesaria pausa, no sólo para leer, sino para mirar el mundo con calma.
Dios es prescindible en tanto monólogo, dictador, creador e intérprete de todas las cosas. También es prescindible si es único, omnipotente, director y espectador en su Teatro de Acontecimientos. Ese concepto de dios no funciona, no si creo en la vida como el arte de la conversación.
Inventar un dios como Spinosa. Ser un dios como él. Mirar el cielo como él y dejar que la idea (el dios que ha inventado) se vaya y que evolucione, como si fuera un Dios.
Leo los relatos, las novelas de Machado de Assis enmedio del trajín doméstico, en los ratos libres que hay del quehacer en la cocina al hacer las camas, entre las visitas al sanitario y las filas que muy de vez en cuando obligan a pasar el rato. Pienso que todo eso que hago está escrito en esos textos, y lo que esta escrito y no he vivido, debería vivirse, para hacer valer la pena estos quince minutos de vida.
Extrañas formas de comprobar que Dios no existe. En sus primeros días en Inglaterra, Salman Rushdie (cuyo ejercicio de la religión consistía en, entre otras cosas seguramente, no comer carne de cerdo) comió un sándwich de jamón. Después de la primera mordida miró al cielo, esperando el rayo que lo partiera en dos o alguna otra señal. Nada. El sándwich se terminó. Nada. Después de saber eso, volveré a Los versos satánicos. O a Sus Satánicas Majestades. O a la Biblia. O a Ezra Pound.
